jueves, 17 de enero de 2013

El día en que murió El Fary


Fary, desde que te fuiste muchas cosas han cambiado: hemos ganado el mundial, pero con jugadores del Barça, y han puesto a un negro en la Casablanca, pero no limpiando, ¡sino de presidente! ¡El mundo se ha vuelto loco!
-Torrente 4: Lethal Crisis-

Desde hace unas semanas se respira un ambiente de preocupación en el entorno universitario. En plena época de exámenes los nervios están a flor de piel y no hay un solo estudiante que no desee que estos días pasen lo más rápido posible. Yo, por supuesto, no soy una excepción. Al finalizar cada jornada de estudio tacho el día correspondiente en mi calendario mental esperando que este periodo se acabe pronto. Desde luego no soy un superman y reconozco que en alguna ocasión me he visto superado por la inmensidad de apuntes. En esos momentos, como todo el mundo, necesito refugiarme en un lugar seguro en el que recuperar la compostura. Unas horas de intimidad en las que me enfrento a mis propios demonios son suficientes para regresar al mundo real.

Lo que resulta más curioso es la imagen que tienen de mí mis conocidos. Mi amigo Omar, un riojano que gusta de meterse con mi condición de gallego, siempre me echa en cara la tranquilidad con la que enfrento las tareas de clase. “¿Aún no has estudiado nada para esta materia? ¿Y aún por encima te lo tomas con esa calma? Si alguna vez escuché algo sobre la pasividad de los gallegos, debe estar completamente personificada en ti”. Un buen tipo Omar, que consigue hacerme reír con sus comentarios sobre mi actitud. Éste es un concepto que viene de lejos, y ya hace tiempo que mi madre me viene reprochando una supuesta falta de ambición a la hora de afrontar los exámenes. Es la maldición que acarrea ser el hermano de Laura Losada Vázquez, el ser más estudioso que jamás he conocido. En una odiosa comparación, mis padres no me ven exteriorizar el estrés de la misma forma que lo hace mi hermana. Si el niño no está estresado, es porque en realidad no le importa aprobar o suspender. Esta creencia, unida al factor de que las horas de estudio empleadas por mi hermana me parecen inalcanzables, me convierte en el “vago” de la casa. Mi currículo tiende a importar poco, pues nunca estará a la altura de una hermana que colecciona matrículas en su segunda carrera.

Con este lapsus de infancia traumática pretendo aclarar que aunque no sea muy propenso a exteriorizar mis sentimientos de nerviosismo o estrés, eso no significa que estos no existan. Y la mejor manera que se me ocurre de justificar esta afirmación es rememorar una anécdota de mis tiempos de instituto. La historia sobre cómo afronté un examen que me aterrorizaba.

En Junio del año 2007 afrontaba una época de exámenes inusual, o al menos diferente a la de los años anteriores. Por aquel entonces estaba a punto de terminar 1º de Bachillerato y ese curso sería el primero en el que mi nota de expediente repercutiría en mi acceso a la universidad. Este hecho resultó clave para que durante aquellos meses me esforzara de manera destacada para tratar de elevar mis cualificaciones. A mediados de mes los buenos resultados me estaban acompañando en todas las asignaturas, pero mi racha se vio truncada por un suspenso. No era un suspenso cualquiera: había suspendido matemáticas.

Mi relación con las matemáticas ha circulado dando eses a través de la fina línea que separa el amor con el odio. Si bien durante mis primeros años de educación la nombraba felizmente como mi asignatura favorita, en el instituto mi opinión cambió radicalmente. Fuera una coincidencia o no, el caso es que varios de los peores profesores que se han encargado de instruirme eran profesores de matemáticas. Profesores que fueron capaces de hundir la pasión que sentía por los números y convertir cada clase en un verdadero infierno.

Pero en aquel 1º de bachillerato encontré un rayo de esperanza. Durante aquel curso se encargó de dirigir la asignatura numérica una profesora que, a pesar de ser algo desordenada, normalizó mis pensamientos. Sus clases no eran brillantes pero tampoco eran un infierno, lo que para mí ya era suficiente. Durante todo el curso mi interés por las matemáticas floreció de nuevo cuando yo ya creía que había desaparecido para siempre. Quizás este motivo hacia más dolorosa la cruda realidad: había suspendido el examen final.

No todo estaba perdido en aquel punto. Mi profesora había anunciado un examen de recuperación debido al elevado número de suspensos. El examen definitivo. O todo o nada. Ese era mi desafío, y aunque había realizado cientos de exámenes, la situación me aterraba. Nunca había afrontado con tantos nervios un examen. El miedo al fracaso me invadía y me encerré en casa durante los escasos cuatro días de margen que tenía para estudiar. Las orejas del lobo me acechaban y mi cabeza no se separó de los libros que consultaba y las libretas en las que realizaba cálculos. Y justo cuando la tensión alcanzaba su punto álgido durante las horas previas al examen, una peculiar y simbólica noticia sacudió todos los informativos. José Luis Cantero, El Fary, había muerto.

Puede sonar a broma, pero El Fary es un símbolo. Y cuando afirmo esto no hago referencia a su carrera como artista, que lo convierte en un clásico. Tampoco estoy hablando del concepto de personaje carismático que la saga “Torrente” se ha encargado de elevar a la categoría de mito. La verdadera historia de El Fary es la de un joven que ahorraba dinero trabajando de taxista y jardinero para poder grabar sus propias maquetas. Unas maquetas que él mismo se encargaba de vender en el rastro de Madrid. El Fary es la prueba definitiva que justifica “el sueño americano” como un concepto universal. El reflejo español de cómo alcanzar el éxito desde el trabajo y la humildad. Porque no ha habido nadie más humilde y auténtico que El Fary.

La noticia me distrajo lo justo. El telediario de las tres de la tarde le dedicó un pequeño homenaje y eso fue todo lo que supe de El Fary hasta que llegó el examen, a media tarde. Ya sentado en mi pupitre esperaba nervioso la hoja con las preguntas. Una vez tenía los enunciados a mano comencé a leer y me dispuse sin demora a responder las primeras preguntas. En cuanto empecé ya no pude parar. Realmente sabía cómo hacer el examen y los nervios desaparecieron en el mismo momento en que mi bolígrafo garabateaba los primeros números. Cuando terminé el examen me levanté para entregarlo convencido de que el aprobado estaba asegurado. Cuando llegué a la mesa de la profesora, donde se amontonaban los exámenes que otros compañeros ya habían entregado, me dispuse a dejar los folios que componían mi examen. Justo antes de hacerlo, miré al resto de mis compañeros y, buscando una carcajada general, alcé los folios y grité: "Fary, esta va por ti".

Era joven y tenía tendencia a actuar de payaso, pero a pesar de ello recuerdo el momento con mucho cariño. Había recuperado las matemáticas. Son las reglas de Dios, e incluso él las debe cumplir. Aunque supongo que la vida en el paraíso es más amena desde que El Fary le acompaña.