Fary, desde que te fuiste muchas cosas han cambiado: hemos
ganado el mundial, pero con jugadores del Barça, y han puesto a un negro en la
Casablanca, pero no limpiando, ¡sino de presidente! ¡El mundo se ha vuelto
loco!
-Torrente 4: Lethal Crisis-
Desde hace unas semanas se respira un ambiente de
preocupación en el entorno universitario. En plena época de exámenes los
nervios están a flor de piel y no hay un solo estudiante que no desee que estos
días pasen lo más rápido posible. Yo, por supuesto, no soy una excepción. Al
finalizar cada jornada de estudio tacho el día correspondiente en mi calendario
mental esperando que este periodo se acabe pronto. Desde luego no soy un
superman y reconozco que en alguna ocasión me he visto superado por la
inmensidad de apuntes. En esos momentos, como todo el mundo, necesito
refugiarme en un lugar seguro en el que recuperar la compostura. Unas horas de
intimidad en las que me enfrento a mis propios demonios son suficientes para
regresar al mundo real.
Lo que resulta más curioso es la imagen que tienen de mí mis
conocidos. Mi amigo Omar, un riojano que gusta de meterse con mi condición de
gallego, siempre me echa en cara la tranquilidad con la que enfrento las tareas
de clase. “¿Aún no has estudiado nada para esta materia? ¿Y aún por encima te
lo tomas con esa calma? Si alguna vez escuché algo sobre la pasividad de los
gallegos, debe estar completamente personificada en ti”. Un buen tipo Omar, que
consigue hacerme reír con sus comentarios sobre mi actitud. Éste es un concepto
que viene de lejos, y ya hace tiempo que mi madre me viene reprochando una
supuesta falta de ambición a la hora de afrontar los exámenes. Es la maldición
que acarrea ser el hermano de Laura Losada Vázquez, el ser más estudioso que
jamás he conocido. En una odiosa comparación, mis padres no me ven exteriorizar
el estrés de la misma forma que lo hace mi hermana. Si el niño no está
estresado, es porque en realidad no le importa aprobar o suspender. Esta
creencia, unida al factor de que las horas de estudio empleadas por mi hermana
me parecen inalcanzables, me convierte en el “vago” de la casa. Mi currículo
tiende a importar poco, pues nunca estará a la altura de una hermana que
colecciona matrículas en su segunda carrera.
Con este lapsus de infancia traumática pretendo aclarar que
aunque no sea muy propenso a exteriorizar mis sentimientos de nerviosismo o
estrés, eso no significa que estos no existan. Y la mejor manera que se me
ocurre de justificar esta afirmación es rememorar una anécdota de mis tiempos
de instituto. La historia sobre cómo afronté un examen que me aterrorizaba.
En Junio del año 2007 afrontaba una época de exámenes
inusual, o al menos diferente a la de los años anteriores. Por aquel entonces
estaba a punto de terminar 1º de Bachillerato y ese curso sería el primero en
el que mi nota de expediente repercutiría en mi acceso a la universidad. Este
hecho resultó clave para que durante aquellos meses me esforzara de manera
destacada para tratar de elevar mis cualificaciones. A mediados de mes los buenos
resultados me estaban acompañando en todas las asignaturas, pero mi racha se
vio truncada por un suspenso. No era un suspenso cualquiera: había suspendido
matemáticas.
Mi relación con las matemáticas ha circulado dando eses a
través de la fina línea que separa el amor con el odio. Si bien durante mis
primeros años de educación la nombraba felizmente como mi asignatura favorita,
en el instituto mi opinión cambió radicalmente. Fuera una coincidencia o no, el
caso es que varios de los peores profesores que se han encargado de instruirme eran
profesores de matemáticas. Profesores que fueron capaces de hundir la pasión
que sentía por los números y convertir cada clase en un verdadero infierno.
Pero en aquel 1º de bachillerato encontré un rayo de esperanza.
Durante aquel curso se encargó de dirigir la asignatura numérica una profesora
que, a pesar de ser algo desordenada, normalizó mis pensamientos. Sus clases no
eran brillantes pero tampoco eran un infierno, lo que para mí ya era
suficiente. Durante todo el curso mi interés por las matemáticas floreció de
nuevo cuando yo ya creía que había desaparecido para siempre. Quizás este
motivo hacia más dolorosa la cruda realidad: había suspendido el examen final.
No todo estaba perdido en aquel punto. Mi profesora había
anunciado un examen de recuperación debido al elevado número de suspensos. El
examen definitivo. O todo o nada. Ese era mi desafío, y aunque había realizado
cientos de exámenes, la situación me aterraba. Nunca había afrontado con tantos
nervios un examen. El miedo al fracaso me invadía y me encerré en casa durante
los escasos cuatro días de margen que tenía para estudiar. Las orejas del lobo
me acechaban y mi cabeza no se separó de los libros que consultaba y las
libretas en las que realizaba cálculos. Y justo cuando la tensión alcanzaba su
punto álgido durante las horas previas al examen, una peculiar y simbólica
noticia sacudió todos los informativos. José
Luis Cantero, El Fary, había muerto.
Puede sonar a broma,
pero El Fary es un símbolo. Y cuando afirmo esto no hago referencia a su
carrera como artista, que lo convierte en un clásico. Tampoco estoy hablando
del concepto de personaje carismático que la saga “Torrente” se ha encargado de
elevar a la categoría de mito. La verdadera historia de El Fary es la de un
joven que ahorraba dinero trabajando de taxista y jardinero para poder grabar
sus propias maquetas. Unas maquetas que él mismo se encargaba de vender en el
rastro de Madrid. El Fary es la prueba definitiva que justifica “el sueño
americano” como un concepto universal. El reflejo español de cómo alcanzar el
éxito desde el trabajo y la humildad. Porque no ha habido nadie más humilde y auténtico
que El Fary.
La noticia me
distrajo lo justo. El telediario de las tres de la tarde le dedicó un pequeño
homenaje y eso fue todo lo que supe de El Fary hasta que llegó el examen, a
media tarde. Ya sentado en mi pupitre esperaba nervioso la hoja con las
preguntas. Una vez tenía los enunciados a mano comencé a leer y me dispuse sin
demora a responder las primeras preguntas. En cuanto empecé ya no pude parar.
Realmente sabía cómo hacer el examen y los nervios desaparecieron en el mismo
momento en que mi bolígrafo garabateaba los primeros números. Cuando terminé el
examen me levanté para entregarlo convencido de que el aprobado estaba
asegurado. Cuando llegué a la mesa de la profesora, donde se amontonaban los
exámenes que otros compañeros ya habían entregado, me dispuse a dejar los
folios que componían mi examen. Justo antes de hacerlo, miré al resto de mis
compañeros y, buscando una carcajada general, alcé los folios y grité: "Fary,
esta va por ti".
Era joven y tenía tendencia a actuar de payaso, pero a pesar de ello recuerdo el momento con mucho cariño. Había recuperado las matemáticas. Son las reglas de Dios, e incluso él las debe cumplir. Aunque supongo que la vida en el paraíso es más amena desde que El Fary le acompaña.